Estado y Sociedad (II)
El divorcio cada vez mayor entre sociedad y Estado se ha saldado con un claro e inquietante predominio de éste, con graves consecuencias negativas para el progreso y la libertad. Por lo que se hace necesario reflexionar sobre las posibles causas, que a las generales y comunes a todos los países, se han sobreañadido en España, dando lugar a un crecimiento desorbitado de las competencias del Estado y al consiguiente paternalismo que conduce al retraimiento y pasividad social.
1. Al comienzo de la democracia la sociedad que se asoma a la participación lo hace desde una falta de articulación política y en una situación, propiciada por el régimen anterior, de indefensión frente al Estado. La relación del ciudadano con el Poder era de sumisión-protección, no cabía orientar las decisiones políticas ni oponerse a ellas; sólo se admitía la colaboración. Las organizaciones sociales eran disciplinadas, sometidas y controladas.
Con todo, sin embargo, y a pesar de la inexistencia de cauces verdaderamente democráticos en la legislación anterior, fue la misma sociedad la que generó, de manera extralegal, los primeros brotes políticos de oposición; sobre todo en el seno de la Universidad y de los núcleos obreros, que sirvieron para ejercer la presión conveniente a fin de empujar y forzar el cambio político hacia la democracia. Por eso, las personas que protagonizaron la transición, a excepción de los que la ejecutaron formalmente, venían de la sociedad misma, no eran profesionales de la política. Y quizás por ello generaron un alto grado de confianza, y más como relevo democrático, pues los continuadores transformados procedentes del sistema anterior no pudieron superar el estigma de origen, creando sólo una pálida oposición sin calado ni credibilidad.
Pero la energía procedente de la sociedad se agotó en un primer impulso, y los antecedentes, hábitos arraigados y la inercia propiciaron el protagonismo de los políticos recién estrenados, que fueron articulando el desarrollo constitucional en exclusiva, al margen de la sociedad, que se replegó al estado pasivo anterior y declinó o confió su ejecución a la competencia de aquéllos.
A ello contribuyó la ingenuidad de buena parte de los sectores más cultos, concretamente de los intelectuales y también de la prensa, que de una manera generalizada apostaron por la pureza de los entonces nuevos ejecutores del cambio, y también la falta de sensibilidad de la sociedad, acostumbrada, cómo estaba, a un régimen intervencionista que impedía la crítica y la desactivación de los desvíos. La confianza depositada en los nuevos gobernantes provocó una entrega y delegación excesivas, y la marginación y el desarme de la sociedad, que abandonó su sentido crítico, que es el instrumento básico de control final frente a los abusos del Poder.
2. Los representantes políticos, a partir de 1982, no supieron distinguir nítidamente los límites de su apoderamiento, y se fue abriendo paso una idea que distorsionó gravemente el funcionamiento democrático: que las urnas legitimaban para desmontar o retocar todas las instituciones del Estado, las cuales deberían teñirse del nuevo color preferido de los votantes. Y se fue concentrando en el partido más votado un poder cuasi absoluto con el consiguiente efecto de temor, retraimiento y desilusión de los ciudadanos. Y se fueron taponando o cercenando las vías de control y de compensación social, impidiendo que la sociedad enriqueciera sus resortes de equilibrio, porque los poderes políticos, engreídos en su papel histórico, yugularon cualquier desarrollo espontáneo que pudiera contrapesarlos.
Durante el primer período constitucional se hizo necesario adaptar todas las instituciones al nuevo esquema jurídico político, y también a depurar algunas, que aunque resultaban válidas y aceptables, exigían la renovación de sus cargos. Todo ello sólo podía hacerse de un modo integrador, por consenso y por encima de intereses de partido.
Pero una vez realizado tal proceso ya no procede desde el Ejecutivo alterar su funcionamiento, y menos todavía que un partido político se erija en reformador legitimado, presuponiendo que la soberanía popular le ha encomendado sin reservas ni límites amoldar el conjunto institucional. La legitimación para gobernar no autoriza para, extralimitándose, tocar y remodelar el aparato del Estado. El complejo y delicado mecanismo democrático exige, en primer lugar, respetar la independencia de los distintos poderes, a los que no puede afectar el ímpetu partidario, y también a los demás partidos políticos, que constituyen, junto con el que gobierna, la síntesis del país, y, desde luego, la reserva funcional de la democracia, que depende sustancialmente de la alternancia.
No obstante, desde el afán de dominio de las instituciones y de un prisma claramente partidario, no sólo se fueron mediatizando las de control del propio Estado, como el Tribunal Constitucional o el Consejo General del Poder Judicial, sino que se intentó remodelarlas todas, incluidas las que la sociedad genera y alimenta espontáneamente (Banca, Cajas de Ahorro, Asociaciones, etc.). Y, principalmente, los medios de comunicación por excelencia, a los que se ha pretendido dominar y asediar cuando ofrecían resistencia, pero que no se pudieron desmantelar del todo, pues la prensa y la radio, último reducto en la lucha contra la apropiación del Estado y el manejo de la sociedad, fueron los que permitieron que se produjera la necesaria alternancia para reconducir el desvío.
3. Los políticos que, en un principio, sintonizaron con la sociedad de la que procedían, fueron distanciándose de ella, al hacerse la selección cada vez menos espontánea y más restrictiva. Y se fueron profesionalizando y alejando de la realidad social, olvidando su procedencia, convirtiéndose en una nueva clase, a la que se ofrecía un panorama de poder vitalicio al quedar ahogados los contrapesos y las críticas de la oposición, que durante mucho tiempo vivió aletargada por falta de credibilidad.
Los primeros políticos de la democracia venían de la sociedad, se habían formado al margen del entramado estatal. La mayoría de ellos no eran profesionales de la política, en su proyecto vital no entraba vivir para siempre de ella. Pero luego se produjo una doble tendencia: la de permanecer el mayor tiempo posible en los cargos públicos, olvidando la referencia a la sociedad a la que ya no pensaban volver, ante las perspectivas favorables que le brindó una oposición que no lograba desembarazarse del lastre del pasado, así como el manejo de poderosos resortes para cautivar la población; y la de prescindir de personas que por su edad y formación creían que constituían una rémora en el camino de acceso al poder.
Y así se fue originando una clase política profesionalizada y muy joven, ambas características nada favorecedoras de la comunicación con la sociedad. Pues como se puede advertir fácilmente, ni la juventud ni la dedicación exclusiva a la política benefician aquel entendimiento, que está necesitado del trasvase y ósmosis que la experiencia en varios campos y la madurez vital facilitan.
La juventud aporta una gran dosis de energía e ilusión. Pero ni la prudencia ni el sentido global en la consideración de los problemas sociales son caracteres que la suelan acompañar. Y, sin embargo son estas últimas las notas o elementos verdaderamente determinantes de la sabiduría política.
No voy a entrar aquí en el análisis de la sobrevaloración de la juventud en el campo de la política, paralelo, por lo demás, al empresarial, pero sí indicar que, aunque pudiera tener su justificación en la transición, cuando se pretendía cortar con cualquier entronque o conexión con la guerra civil, supone hoy un despilfarro importante de caudal humano y una de las causas del alejamiento de la sociedad. Y que el mundo político se vería enriquecido si hubiera una mayor participación de personas experimentadas y forjadas en el mundo real de los conflictos sociales, pues con su conocimiento más profundo de los problemas podrían aplicar también más atinadamente las soluciones. Lo que no quiere decir que deba pasarse al exceso de valoración de la madurez, sino simplemente que debe superarse el prejuicio de la edad.
Todas las causas que en este artículo, se han analizado contribuyen a distanciar el Estado, y, acumuladas a las generales del excesivo intervencionismo, conducen a un tipo de sociedad menos libre y vivaz, más entristecida, y sin' ilusión para crear y hacer lo necesario con el objeto de contribuir de modo más eficaz a la paz social general.
Es de esperar que con el cambio operado en la .gobernación del país, aquellas desviaciones descritas se vayan corrigiendo, se logre poco a poco mayor equilibrio entre sociedad y Estado, se corrija el distanciamiento, se devuelva la ilusión y la confianza al pueblo en sus gobernantes, y se abra el camino a un nuevo estilo o modelo en el que el ciudadano sea el verdadero protagonista de la vida social.
24 de Julio de 1996
Victorio Magariños Blanco
ABC Pág. 34