Estado y Sociedad (I)
El Estado es la organización necesaria para que una sociedad funcione en paz, que, a su vez, es presupuesto básico para que el hombre pueda desarrollarse con la mayor libertad y felicidad.
Tal organización exige una concentración de poderes, a través de los cuales, sea de' modo preventivo o disuasorio o actuando represivamente, se pretende que los ciudadanos puedan vivir con tranquilidad.
Pero resulta que aquellos poderes están encarnados por hombres, que los ejercen sobre los demás en una posición de predominio. Las personas que acceden a las instituciones que conforman el Estado suelen rodearse de un círculo de protección y tienden a aislarse, distanciándose de los demás ciudadanos. Se produce así una tendencia, favorecida por la actitud de éstos, mezcla de temor y dependencia, que lleva a los gobernantes a colocarse en un plano distinto, a ver las cosas desde otro prisma, y puede que también a alejarse de los problemas verdaderamente sentidos por la sociedad, a la que contemplan desde su atalaya, convirtiéndola, a veces, en su campo de pruebas, en objeto de manipulación.
Esta visión distante tiene un reflejo bastante significativo en la frase «razón de Estado», tan socorrida, y puede originar, en su más alto grado de miopía, la pretensión de identificarse personalmente con el mismo Estado, confundiendo la verdadera esencia de las instituciones.
Contribuye a este alejamiento la utilización de elementos, lugares y edificios diferenciados, que se suponen indispensables, pero que por sus características colocan a quienes se sirven de ellos en situación especial respecto al resto de los ciudadanos. Los sacrificios que teóricamente lleva consigo el ejercicio de los cargos públicos, la seguridad personal y la conveniencia de solemnizar el poder, justificarían aquella situación de privilegio.
Sin embargo, este aislamiento físico no es más que la muestra más aparente del plano especial en el que se sitúan los gobernantes cuando penetran el recinto del Estado, pues el elemento determinante reside en la posesión monopolizadora del mando, del poder. Por eso, el distanciamiento alcanza su grado máximo en los regímenes totalitarios, en los que el Estado se convierte en un instrumento de dominio y los ciudadanos en súbditos. Con la colaboración de sectores favorecidos y el asentimiento de los atraídos por señuelos tales como «revolución», «interés de la Patria», «transformación de la sociedad», «el cambio», etc.
En los regímenes democráticos se ha logrado un mayor control no sólo técnico de los poderes del Estado, que resultan limitados por las Constituciones, sino también real de las actuaciones concretas de las personas que los ostentan, al tener que contar con los electores, aunque sólo sea esporádicamente, para recibir de ellos la legitimación necesaria para continuar en el cargo.
Pero, ni siquiera los países más modernos y avanzados han logrado eliminar aquel distanciamiento. Ni se ha conseguido un equilibrio satisfactorio entre sociedad y Estado, de tal modo que éste sirva prioritariamente al hombre y no a un sector encaramado en los resortes o mecanismos de funcionamiento del mismo, detentados de un excesivo poder, y que podría constituir una auténtica «nueva clase» en situación privilegiada.
Históricamente, ha habido momentos en los que la organización estatal, inspirada en el liberalismo, ha permitido una comunicación más fluida con la sociedad; pero en cambio, ha dejado a parte de la población abandonada a la impotencia para alcanzar por sí, no ya la igualdad mínima de oportunidades sino incluso la supervivencia en condiciones dignas.
Para corregir tales distorsiones se ha ido desarrollando un nuevo modelo, llamado de Bienestar, que ha conseguido paliar en gran medida el desamparo y la desigualdad antes referidas. Sin embargo, para alcanzar sus objetivos se ha tenido que trasvasar un gran cúmulo de poderes hacia la maquinaria del Estado, que ante el éxito inicial de resultados se fue ampliando junto con el ámbito de competencias, en un afán y con la pretensión de ofrecer al ciudadano el mayor número de servicios. Pero no se contó para ello con leyes tan elementales de la especie humana como la que inspira la libertad de creación y el afán de prosperar y destacar individualmente.
Y se ha producido un nuevo desequilibrio, que se puede sintetizar en la desproporción entre el exceso de poder y el nivel de competencia o capacidad para atender las funciones asumidas por el Estado. Con el consiguiente colapso de éste y la deriva de los políticos, que no se deciden a soltar la rienda de ninguno de los poderes acumulados, ni aciertan a resolver los nuevos problemas de los ciudadanos ni, en fin, a sacar del atolladero una sociedad que podría llegar a la precaria situación de protegida-intervenida.
Este divorcio entre sociedad y poderes públicos, que se traduce en el distanciamiento del Estado y de sus gobernantes, se ve, agravado por la paralela mutación operada en los partidos políticos, que han abandonado el norte de las ideologías, reducidas a mínima y simbólica expresión que ondean en el momento clave de las elecciones, pero que luego permutan por el más superficial pragmatismo y por el afán desnudo de ocupar el poder, por el que se lucha ya de forma profesionalizada.
La posesión por sí misma de los instrumentos del Estado se convierte así en objetivo primordial. en los partidos políticos, con la estructura cada vez más rígida y jerarquizada, pasa a primer plano la figura de un líder y la exaltación de la letaltad y obediencia, con el empobrecimiento consiguiente al eludirse el debate. En los gobiernos se pretende la ampliación del dominio o control a todas las instituciones que puedan limitarles, así como la desvalorización de aquellas otras a las que no pueden acceder (Poder Judicial, etc). Se utiliza en este caso el sofisma, qúe es desviación democrática, de que la selección de sus órganos carece de respaldo electoral, desconociendo que por naturaleza y por mandato de la Constitución procede aquélla en base a los conocimientos demostrados y adecuados a los fines técnicos a los que están llamados.
De este modo, el poder se hace cada vez más excluyente y arbitrario. Y se ha llegado a una auténtica expoliación del ciudadano, que se manifiesta principalmente en un doble campo: en el político, al utilizar su voto como cheque en blanco, traicionándole luego al desviarse del programa ofrecido y gobernar de espaldas al mismo. Y en el económico, ahogando su capacidad a través dé una imposición asfixiante, que yugula cualquier iniciativa y deprime y ahoga la ilusión creadora; y también potenciando la pasividad y el vasallaje mediante la dirección intervencionista y la omnipresencia estatal en la sociedad.
Sin que se traduzca todo ello en la recepción de servicios eficazmente atendidos, como exigiría la realización del Estado social o de bienestar. Por el contrario, el ciudadano asiste impotente al derroche de caudales públicos, sin rendición de cuentas y sin que a nadie se le pida responsabilidad por mala gestión; salvo en los casos extremos de malicia o delito cuando excepcionalmente llegan a los Tribunales. El ciudadano contempla cómo las funciones públicas que deberían traducirse en servicios a su favor se ejercen sin el rigor y respeto debidos, arbitraria y despóticamente. Comprueba que si quiere utilizar de manera satisfactoria servicios que el Estado ha asumido, tiene que acudir a empresas privadas que lo realicen (correos, seguridad personal, educación, etc.), dada la ineficacia y burocratización públicas. El ciudadano mira con recelo, incluso, a un servicio como el-de la justicia, que por falta de asistencia y medios sufre una lentidud equivalente a ineficacia, y prefiere, muchas veces, prescindir de la misma o acudir a otras vías, privadas, como el arbitraje.
Ante esta situación se hace necesario revisar la estructura y funcionamiento del Estado. Se impone también el rearme de la sociedad y la movilización intelectual que esclarezca y anime a los políticos, así como el fortalecimiento de los contrapesos sociales que marque la dirección y los límites, con el objeto de moderar la natural propensión a la acumulación de Poder y al distanciamiento de los problemas reales, recordándoles la temporalidad del encargo recibido del pueblo y que la mirada debe estar puesta en el individuo y en la sociedad más que en el Estado.
En la dialéctica Sociedad-Estado se conseguirá un mayor equilibrio cuando la cultura cívica alcance cotas suficientes como para no creer en mitos revolucionarios ni en salvadores patrióticos, para no delegar más de lo necesario en los representantes políticos, evitando la dejación o abandono de sus propias fuerzas de control, y para crear finalmente el clima que impida la pasividad que conduce a la degeneración de un Estado omnipotente.
23 de Julio de 1996
Victorio Magariños Blanco
ABC Pág. 60