Asociación para el Diálogo 

Equilibrio político

El buen funcionamiento de la democracia exige que los partidos políticos, que son los instrumentos que canalizan el poder del pueblo hacia los órganos que lo condensan y organizan, tengan la consistencia y aptitud necesarias para tomar el relevo en cualquier momento. Es decir, la posibilidad de reemplazar al que ocupa el gobierno, sin que éste tenga que caer en errores gravísimos, que lo dejen inutilizado durante largo plazo para asumir de nuevo el poder. O sea, que exista equilibrio político.

Cuando se inició la democracia en nuestro país, allá por el año setenta y ocho, había dos grupos básicos que aglutinaban la mayor atención o confianza de los ciudadanos. No eran los únicos; a la derecha existía un sector importante con ciertas añoranzas del régimen anterior; y a la izquierda otro no menos importante que aglutinaba a los que permanecían fieles a las tesis marxistas. Pero todo ello componía un mapa equilibrado. Se logró hacer una Constitución muy aceptable, que todavía perdura intocada, y comenzó la andadura democrática.

Sin embargo, el partido al que el pueblo encargó hacer la transición, en el que se integraron personas de gran valía intelectual y profesional, se quemó pronto, al tener que abrir brechas en campos en los que la inercia del pasado era todavía muy pesada. Lo cual, unido a la falta de un esquema organizativo que le diera cohesión ideológica y a otras circunstancias, hizo que fuera perdiendo la confianza del sector de la población que había alimentado su crecimiento.

A la espera estaba el partido socialista, que ofrecía, además de ideas interesantes en aquel momento histórico, un plantel de personas con un pasado limpio de colaboracionismo con el régimen anterior, con el que la mayoría del pueblo deseaba romper las ataduras.

El resultado fue un derrumbamiento del centro derecho, pues aunque una parte importante de los votos conservadores se refugiaron en el partido que se había mantenido con cierta pureza ideológica, el partido socialista consiguió un triunfo abrumador.

Los partidos de la oposición quedaron reducidos a grupos que no alcanzaban el grado de apoyo necesario para que se le considerase alternativas de gobierno. Sus seguidores pasaron un auténtico calvario político, pues comprobaban que sus representantes habían perdido la credibilidad necesaria para ampliar sus adhesiones y su peso político.

Y aquí empieza un periodo de desequilibrio democrático, que permitió en un principio al partido emergente hacer reformas necesarias, pero que ante la falta de contrapesos fue enquistándose en el poder, adquiriendo una autosuficiencia desmedida, que le llevó a abusos y a errores muy graves, los cuales al cabo del tiempo fueron tomados en cuenta por el pueblo, que entregó su confianza al partido conservador.

Este, cumplió su primer mandato con cierta prudencia y sabiduría política. El sector más sensibilizado de la población supo apreciarlo, comprobó que contaba con un equipo competente de gobierno, perdió el miedo a los peligros de involución, con cuya invocación se pretendía ahuyentarle de la derecha, y le dio la mayoría absoluta en el año 2000.

Y aparece ya un nuevo desequilibrio. Se va extendiendo la idea de que el partido socialista tiene importantes problemas internos, que debe limpiar la organización, regenerarse, que carece de un equipo de personas preparadas y de talla; en definitiva, que no puede ofrecerse como alternativa de gobierno. Sus principales representantes, muy acostumbrados a ostentar el poder, obstaculizan la entrada a nuevas personas, y, consecuentemente, impiden la afloración de nuevas ideas y que se tomen medidas que logren romper la barrera de desconfianza que se generó. El partido lo ha intentado en varias ocasiones, pero las inercias y apegos del pasado son muy fuertes, y no logra desembarazarse de ellos, y su credibilidad no logra calar en la ciudadanía.

Esta es la situación en la que nos encontramos hoy.

El partido en el gobierno ha cometido errores, que en muchos casos, son los naturales al riesgo que conlleva toda acción de gobierno. En otros casos, sin embargo, han sido graves, con desprecio a la legalidad internacional, con oportunismo carente del menor sentido de la ética, que ha resultado ahogada o anulada en muchas decisiones por una visión economicista a fortiori, que es el norte que les conduce, encantados como están de los resultados económicos que bajo su mandato se han producido.

Sin embargo, olvida el partido en el gobierno el empobrecimiento democrático a que ha conducido su estilo, su modo de ejercer el poder. Es cierto, hay que reconocer, que el presidente ha tenido la actitud encomiable de autolimitar su mandato. Pero ello no es suficiente para que los apegos y adherencias dañinas del poder queden conjuradas, si no va acompañada de otras medidas democratizadoras, como, por ejemplo, la elección del candidato para suceder al presidente por una vía participativa, que no por la mera designación a dedo.

El partido actualmente en el poder se ha olvidado de vitalizar y engrasar las instituciones controladoras que contribuyen al equilibrio necesario para un buen funcionamiento democrático. Se ha enseñoreado sobre las empresas básicas del país, que después de privatizar sigue manejando políticamente con personas interpuestas. Sigue sin devolver al Consejo del Poder Judicial su independencia verdadera. Sigue controlando de un modo escandaloso la televisión pública, que se ha convertido en un tapón que impide acercarse a la esencia de los problemas del país, no porque utilice su potencial en propaganda directa, sino por la vía más sibilina de no ofrecer el contraste o el debate necesario para alumbrar la situación.

Sigue derrotando hacia un economicismo ultra liberal como criterio determinante de todas sus decisiones. Sin caer en la cuenta de que la economía necesita de una serie de complementos éticos, que la ley del mercado tiene sus límites, y que la política, que es el modo de conseguir la mayor paz social posible, necesita que las instituciones democráticas, todas, estén engrasadas.

Resulta, pues, necesario esforzarse para conseguir que se produzca el equilibrio que impida al gobierno tomar decisiones sin más control que el que puedan ofrecer los periódicos, en los que reside finalmente el verdadero contrapeso equilibrador de la democracia.

En estas últimas elecciones se ha visto que la inercia del poder es muy alta todavía, y que la oposición no ha conseguido ni la renovación ni la regeneración suficientes para calar en la confianza de los ciudadanos.

Es conveniente encontrar un nuevo equilibrio democrático, para lo cual es preciso que el partido socialista logre renovarse de verdad, en doble aspecto. En el de las personas, consiguiendo la colaboración y el entusiasmo de nuevos miembros, que contribuyan a hacer un equipo solvente y creíble. Y en el de las ideas, que les permita ofrecer un programa que conservando las grandes aportaciones de solidaridad y comunidad, pueda conjugarlas con las exigencias de la economía propia de un país desarrollado, que demanda un dinamismo que el crecimiento desmesurado del sector público no puede aportar.

El partido socialista necesita personas que sepan transmitir ideas, avaladas por la conducta, que sirvan para corregir las distorsiones e injusticias que desde una concepción puramente economicista se producen; respetando al máximo la iniciativa privada que, junto con la libertad del individuo, constituye verdadero motor del progreso. Sin caer en la tentación de un falso progresismo que le haga olvidar principios básicos, como el de responsabilidad, autolimitación y prudencia.

Difícil conjugación que supone un reto no sólo para el futuro del socialismo, sino también para la misma democracia.

Victorio Magariños Blanco es notario de Sevilla y académico de la Real Academia de Legislación y Jurisprudencia de Sevilla.

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